Ahora entiendo lo que alguien me dijo hace tiempo: Algunos escriben por gusto, mientras que para otros, es algo tan necesario como el vómito después de una sobrecarga de alcohol.
Hoy escribo aquí no por el gusto de hacer florecer ideas en papel, como antes. Hoy, tenía miedo de tomar a pluma e impregnar este blanco, tenía miedo de lo que después vería escrito aquí; pero tenía más miedo de no escribir, de lo que estaría haciendo en su lugar.
Es verdad lo que dicen. Es verdad que hoy no sé quién soy ni tampoco qué pasará con mi vida, pero dudo que alguien entienda las dimensiones reales de lo atrapada que me encuentro, del dolor que se aplasta, pero sobre todo de la inmensa culpa que me agobia. He permanecido demasiado tiempo callada, sin pensar ni decir lo que siento. Sólo a veces un vestigio de dolor me subía por la médula y resbalaba de mis ojos a las manos, extendidas para tomarlo, para intentar crear estatuillas de agua y sal que rápido desaparece. ¿Alguien lo ha logrado alguna vez? No lo sé. Tal vez sí, en algún lugar lejano; pero yo me encontré completamente incapaz de darles forma y verlas más puras, menos dolorosas, menos prisioneras...
Estos días, me he cansado de ser hombre. Me he cansado de albergar dolor líquido que al final se evaporó y salió por cada poro. He pensado en abandonar el mundo, en carbonizarme al roce de un lirio, morir de un golpe de oreja.
Me derrito, incontrolablemente, desesperadamente. Me derrito sola entre paredes prolongadas, pisos geométricos, espejos que no responden mi llamado, que no perdonan y me miran como si quisieran borrarse del mundo, suicidarse y desaparecer entre gritos de cartón y vapor de mercurio. De entre vapores y dolores, el espejo extiende una mano pálida y me pide que vaya, que la soledad le hace ecos en los tímpanos, hoyos en la carne y le susurra en las pupilas que me quede, que le abrace. Yo sólo miro el límite cristalino que nos separa, poso la mano sobre la suya y cierro los ojos, escribiendo olas lejanas en las líneas vacías del aliento, escuchando árboles secos y tomando entre mis manos sueños huecos que saltan de mis uñas al vacío, llorando de orfandad y de frío.
Sólo uno prefirió quedarse, pequeño y pesado. Creció boca y sus ojos me miraron mientras los otros, quizá hermanos, quizá desconocidos en especie, seguían su trayectoria al vacío.
Si su boca se abrió, fue sólo para soltar un alarido profundo y estrecho. Se rompió el espejo. No. Yo no lo rompí. No. No. No lo rompí.
Si su boca se abrió, fue sólo para soltar un alarido profundo y estrecho. Se rompió el espejo. No. Yo no lo rompí. No. No. No lo rompí.
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