En mi mente llueve. No como una llovizna pasajera sino más como un diluvio eterno, incansable, caprichoso. Me envuelve. Me abrasa. Tal vez, sean sólo las caricias de a veces, los gestos de siempre, los que me hacen sentido ahora. Pero he perdido el título de esta entrada, de la sangre oscura que viene por siempre a manchar el blanco inmaculado del papel. Perdí una o cinco palabras. Perdí el espíritu y descripción. ¿Qué queda? Queda todo absorto en lluvia, en diluvio.
Cada día me siento un poco más muda. Cada día digo... no digo nada. Busco oreja y ojos nuevos. Busco la lengua de las nubes, mis amigas, a quienes hace mucho no consulto. Hace mucho que no escucho su mudo lenguaje. Cada vez lo entiendo menos.
Ayer mi corazón se acercó un poco más a las nubes, su sustancial inconsistencia cambió de forma y vislumbré, por un instante, la hermosura del éter, tan sencilla, volátil.
Ayer floté y sentí que nada ni nadie podía afectarme... bueno, nadie no. Sí hay alguien: Él. Él es el dueño de mí tanto como puede serlo. Me tiene en sus manos y me lee lo mismo que a un libro, sólo que aún no sabe descifrarme. No. No lo ha hecho y espero que sea porque no sabe cómo.
A veces me pregunto qué pasaría si yo perdiera la voz, si nadie me escuchara y por mucho tiempo siguiera así; me pregunto si me desacostumbraría a hablar, a callar lo que pienso, lo que reflejan las nubes pasajeras. Como aquélla, a la izquierda del roble. Ella que se derrite, que se evapora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario