Al fin y al cabo, ¿qué es escapar? Cierro
los ojos y nada queda. Todo está inmerso en recuerdos molidos, nubes de azufre,
cielos de asfalto. Me pierdo entre cada paso como si los pies engomados se
pegasen a cada fibra, cada rastro. Los zapatos me pesan. No me dejan sentir. Se
deshacen con el ácido de mi aliento. Se consumen con el toque de un ojo. Ahora
seguiré descalza, tangible.
Creo que estoy soñando. No. He soñado
mucho tiempo, tanto que los sueños no son sueño. ¿Que un sueño exista significa
que no es real? ¿Los recuerdos, las emociones, son reales, no? ¿Por qué los
sueños no lo serían? No. Yo no estoy soñando. De hecho, creo que por primera
vez abro los ojos, siento el aire, las nimiedades de la conciencia, el sol
sobre mis pupilas y ¿qué es eso? Hay algo en mi pecho que pesa, se mueve. No lo
puedo controlar. Un reloj. Sí, tal vez es un reloj. ¡Ouch! Se contrae. Se acelera.
Abro mi pecho, dejo que mis pulmones se llenen de aire y observo, son
estupefacción, que el hoyo, ese espacio que nos es natural entre cada
clavícula, se sumergió en una sustancia cristalina, ingrávida como las nubes
que flotan. En el centro hay algo con
engranaje y manecillas. Intento tocarlo, tentada por su palpitante brillo
metálico. El líquido es tibio, refrescante. Por un instante, no me atrevo a
sumergirme hasta el capullo. La
inseguridad me invade. Pero luego de comprobar que nada ocurre, me alberga un
impulso irrefrenable. Compruebo mis temores al detenerse el delicado mecanismo.
Se agrieta. Se extiende y el dolor me llena desde dentro, desde los rincones
mas recónditos de una mente tan abierta como la lengua de las mariposas. Me
envuelve. La grieta hace raíz en mis dedos y se extiende hasta cubrirme por
completo. Como un cristal me fragmento, me rompo y la voz se extiende por el
espacio vacío a mis pies.
La cuenta regresiva inicia, como siempre.
Son exactamente 30 los segundos que tengo para relajar las muñecas y lograra
que la cuerda ceda. Me quedan otros 30 para golpear la madera fría y húmeda de
la caja, buscar un cerrojo y meter la ganzúa. 10 segundos más y el reflector
pegará en mi rostro húmedo por el sudor luego de emerger de la superficie
cristalina del agua. Aplausos. Ecos de asombro y el aire, desesperado, en mis
pulmones. Lo logré. Terminó el acto. Cierro los ojos un instante, intentando
recuperarme del esfuerzo.
Abro los ojos de nuevo. Miro mis muñecas
adormecidas, las muñecas que no me pertenecen y oigo un chasquido agudo. Algo
cayó al agua. ¿Dónde estoy? Hay pasto y la superficie ondulante del líquido. Las ondas crecen y se
multiplican tras más chasquidos. El agua se extiende y desde su superficie se
vislumbra un cielo azul y distante. Pocas nubes salpican de blanco inmaculado,
manchado de rojo, gris, de naranja. El sol está por ocultarse. Y en el agua hay
una banca, un hombre que, como despertando del ensueño, abre los ojos y me
mira, invitándome a sentarme junto a él. El brazo derecho sobre el respaldo de
madera. Sus ojos negros me calan con observación aguda y sobria. Me llenan.
Pie derecho adelante. Necesito llegar a
él, al hombre. Pie izquierdo. Hay algo que necesito decirle, urgentemente. Pie
derecho. Algo está mal. Hay algo caliente en mi pecho. Ba-dump. Quema.
Un pie, otro, otro. Mis plantas descalzas
tocan el agua, flotan sobre ella como hojas caídas. Corro. Él no se mueve. Ya
casi. Ba-dump-dump-dump-dump. Llego frente a él. El calor llamea, me arde. Miro
mi pecho y descubro un insecto. Una mariposa. Tiene alas de fuego. Quiere salir. Eso es
lo que quema. El hombre se puso en pie, sacó una llave del bolsillo. Sí, hay una
cerradura en mi pecho, de cristal. Introduce la llave. Dos vueltas. Tres. ¡Clic!
Un chasquido. Se abre. Se releva el dolor, la urgencia, las llamas. La mariposa
sale y revolotea a mi alrededor. Él, estático, extiende una mano clara. La
mariposa acude al llamado y se posa en sus dedos.
-
Éste es tu corazón.
Bienvenida al mundo real. De aquí, no hay modo de escapar.
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