Hoy el cielo es hermoso. Sentada en el suelo, lo veo desde mi patio trasero. Los grillos cantan. Los perros ladran y el inconfundible sonido del tráfico nocturno resuena. Hay nubes en el cielo. Nubes que parecen ligeros pedazos de algodón de ázucar que flotan por el manto celeste. He contado más estrellas que la noche anterior. Hoy, el número se triplicó cuando me concentré en las luces del cielo, en todos aquellos puntos brillantes. Pero la Luna! Oh! que maravilla más extraordinaria! Que preciosidad; con qué hechizo ha de atacar a nosotros los mortales que la vemos tan inalcansable y encantadoramente bella. Más no es su aperlado color lo que me ha hipnotizado hoy. No, no es el cielo salpicado de pinceladas de algodón y puntos de diamante lo que llama mi atención.
Cuando salgo a mi jardín, en noches como esta, y cuento el número de estrellas, un pensamiento siempre viene a mi cabeza, una idea encantadora e irreal. Pienso en ti, mi amado, mi alma gemela, mi otra mitad. Sí amor, pienso en ti. Pienso que, en alguna parte, bajo el mismo cielo, bajo el mismo resplandor de luna, tú puedes estar mirando al cielo, justo en el mismo instante, justo hacia la cálida perla blanca del satélite. Pienso que en ese instante podrías estar viendo las mismas estrellas, contándolas como yo lo hago. Pienso que, tal vez, pero sólo tal vez, puedes estar en alguna parte, pensando en mi, en tu otra mitad, en tú alma gemela. Así, sonrio ante aquella fantasía y te digo adiós amor. Le digo adiós a la noche para internarme en el mundo de los sueños, donde, tal vez, te conozca.
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