Sentía el calor sobre la piel, partículas de luz que pasaban a través de cada fibra de mi ropa, cada centímetro de mi tez pálida. Me hallaba sentada en un rincón, encogida sobre mis rodillas, sintiendo el aire frío de la mañana. Mis mejillas sonrojadas tras la expectación, tras la dulce luz matinal, tocadas por el plateado frescor de la brisa, como un cristal en la noche. Las palabras entre mis manos me llenaban, arrancaban suspiros de mi alma, latidos de mi corazón.
Escuchaba los gritos de Lestat, sentía su incertidumbre y el dulce deleite que nace de cada sensación exaltada que despojaba de su existencia, de su amor por la vida, de su conocimiento por la verdadera belleza como una fuerza inmersa en cada nota, en las dulces palabras de los actores en teatros perdidos, en el infinito de un pasado incierto, imaginario.Saqué la vista del papel, de su sangre de tinta.
La luz me cegó por un instante. Olía a piedra mojada y los cantos de la multitud llenaban mis oídos. Veía a la gente deambular por los pasillos, interesados en sus propios asuntos, vagamente conscientes de la magnificencia encerrada en cada brisa y en cada partícula de luz.
Vi muchos rostros conocidos. Rostros que no me vieron. Rostros hermosos e inteligentes.
Eran fantasmas a mis ojos, visiones que serían propias de un sueño.
(Entonces, se me ocurrió una idea: tal vez, yo era la aparición, un sueño invisible a a sus ojos, intocable, imperceptible. Era nadie. )
Me sentí flotar entre la gente, espuma en un mar profundo y extenso; entre otros rostros, unos desconocidos y curiosos. Ellos sí me veían y sabían que yo los veía. Sus ojos escrutaban los míos y pasaban a mi lado, dejando estelas de calor. Supe que ellos me percibían; sabían que estaba ahí.
Yo no era invisible. No era un fantasma ni una ilusión, ni un cuento. Yo era nadie entre todos los cuerpos. Era nadie, pero era alguien. Soy esa que mira en el jardín salvaje, añora la luz y ama la vida. Soy Louis.
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