Eran como las diez de la mañana. Mi familia y yo nos dirigíamos a el sitio arqueológico de Chichen Itzá. Fue un camino largo en coche, como los que tanto detesto. Sólo que esta vez pude disfrutar de las profundas palabras de Anne Rice mientras esperaba, acalorada y con mi hermana dormida en mi regazo. Tomé el libro y lo cerré; ya estaba terminado. Entonces, fue cuando pude ver el exuberante paisaje que nos rodeaba. Estaba segura de que era una vista de ensueño, digna de lo más profundo de mi inconsciente en noches de descanso. Me vi como en mitad del ensueño, con recuerdos que nunca poblaron mi mente antes. Pude ver a tres niños que reían y corrían entre los frondosos árboles que cubrían toda la zona. Niños descalzos que vestían ligeros ropajes blancos, provenientes de tiempo atrás, cuando la tierra era virgen y crecían las plantas a su antojo en el suelo de Quintana Roo...
Salí de mi ensimismamiento al llegar a nuestro destino, la gran Chichen Itzá. Dejamos el coche junto a un pequeño mercado de artesanías y nos formamos junto a la multitud de turistas que esperaban por ver esa maravilla mundial. Me llenó la emoción. Se acercaba una tormenta y el sol fue cubierto rápidamente por unas nubes color cemento. Sería una gran llovizna. Un hombre, lugareño, de piel tostada por el sol y cabello negro, se acercó a ofrecernos un tour, aceptamos al instante y nos sacó de la fila para entrar directamente. Una vez dentro, tuve la sensación de que aquella gente, esos individuos de pieles claras y rosadas por el sol, las mercancías, el edificio mismo de recepción y la entrada, sobraban, estaban demás en aquella tierra que había resultado santa para los antiguos habitantes del viejo México. Deseé que comenzara a llover, que cayera una verdadera tormenta. Tal vez así podríamos estar un poco más cerca del pasado, pues l lluvia siempre ha caído de igual modo por aquellos lugares, a pesar de haber pasado cientos de años, ¿no es así?
Nos adentramos por entre la multitud, llegando a el lugar donde la pirámide de Kukulcán, la atracción principal, la maravilla del mundo, se hallaba. Nosotros vimos la cara del oeste, la cual, además de la principal del norte, había sido restaurada. Su magnificencia era impresionante. Por un momento, quedé sin aliento. El guía empezó a darnos explicaciones acerca de la pirámide, datos generales y un poco de historia. Comenzó a llover. Mi mamá compró cuatro feos impermeables, lo único que podría cubrirnos de la lluvia. No quise aceptar el mío. ¿Qué era un poco de lluvia ante tal construcción, esa tierra en donde, muchos años atrás, los mayas habían caminado, pensado, crecido? Mojarme un poco no era nada, era el mínimo homenaje que podría presentarles a mis antepasados ante su mismísimo legado. El hombre que nos guiaba dijo que el color original era rojo, que todas esas construcciones eran de un tono rojo intenso. ¡Ah, pude verlo por un instante! El rojo inundaba cada piedra de la imponente pirámide a la luz del sol.
El juego de pelota fue el siguiente. El juego más popular y sagrado de la antigüedad maya, con sus altas paredes designadas para el par de aros y la audiencia fanática, con sus plataformas a ambos lados de la cancha, donde los gobernantes e invitados principales tomarían asiento y presenciarían los cuatro juegos por año, presenciarían la muerte del capitán ganador ,como homenaje a los dioses, al atardecer; degollado por la mano del capitán perdedor, mientras los otros doce jugadores (eran seis por equipo más ambos capitanes) observaban. Pude oír también el rugir de la multitud mientras ambos equipos luchaban por anotar la pelota en el aro a unos metros de distancia sólo usando las rodillas, caderas y los antebrazos. Pude ver al gobernante, sentado de un lado de la cancha, observando con rostro severo el partido carente de contacto físico entre ambos equipos. La magia del lugar era, simplemente, demasiado fuerte, al igual que sus trucos de acústica, con su mística obsesión por el número siete. Recorrimos el resto de la plaza "principal", el mercado, la plataforma de Venus, la plaza de los mil pilares, etc. Fuimos a la parte más antigua: el observatorio. En cuanto vi la edificación, en presentimiento, la sensación que había a empezado a crecer en mi interior, se hizo más y más fuerte. Yo había estado ahí, tiempo atrás, mucho tiempo atrás. Fue antes de que los caminos existieran, antes de que las personas en Europa descubrieran que ese pedazo de tierra en donde vivían no era el mundo, que habían maravillas al otro lado del mar. Me vi a mi misma caminando por aquellos parajes, yendo hacia el observatorio para aprender. Mis pies estaban descalzos, tenía el cabello largo y negro. Una vida pasada, tal vez. Las Monjas estaba ahí, con otro nombre y otra constitución: era una escuela. Yo no había nacido en una familia de la nobleza, sino en una familia de clase media. El mundo era más joven. La vida era más dura.
"Es tiempo de cerrar." Nos dijo un hombre canoso, que portaba el uniforme del personal del sitio. Una vez más, salí de mi mente y caminé al lado de mi familia hacia la salida. Gente de baja estatura, piel tostada y cabello negro, adornando un rostro de nariz prominente y ojos oscuros, vendía todo tipo de artesanías de madera y piedras en todo el trayecto a la salida. Era increíble como ese tipo de lugares, tan majestuosos, tan místicos, albergaran a la gente tan pobre. Miré una vez más la pirámide de Kukulcán. Sonreí. Tal vez... Tal vez en otra vida...
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