Las cosas se dieron muy rápido, demasiado irreales para no ser parte de alguna especie de sueño o visión que llega en una noche oscura.
Me tomaste entre tus brazos, con urgencia, casi con brusquedad. Un acto que me era completamente insospechado, un terremoto. Mi mente completamente en blanco, mi fuerza de voluntad nublada y congelada.
Cedió el acto terrorista, dejándonos separados, sumidos en un silencio que fue absoluto y mortal. Yo no sabía qué hacer, qué decir o si debía huir. No sabía si aquello era hermoso en su misma naturaleza salvaje y repentina o si era agresivo. En cualquier caso, había pasado y no había forma de hacer el tiempo volver o cambiarlo. Te vi junto a mí, demasiado lejos y me pregunté por una centésima de segundo qué estarías pensando, justo antes de decidir destruir mi ciudad completa, cuyo comienzo fue aquél terremoto; un acto de profunda resignación y suicidas deseos de destrucción.
Actué por pura médula, podría decirse. No estuve conscinte de lo que mi cuerpo hacía, dejándo a mi mente volar entre las costas de un nada enorme y vacío. Volví a tus brazos con ímpetu y tú me aceptaste en un suspiro. Besé tus labios.
No estoy segura de cómo fueron cayendo mis edificios, mis valles, mis prados, hasta dejar la tierra completamente desnuda ante ti. No supe como terminó todo, qué sentí al verme en esas circunstancias tan peligrosamente agridulces. Dejé que me cambiaras a tu gusto y voluntad, un dolor leve y agudo, la sangre que salía de la tierra mientras el breve momento en que tú, mi dulce terremoto, me consumía en un acto terrorista, un acto de amor agridulce.
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